Desde mi Ladera/ Sobre miniaturas

AutorJuan ópez

Está dicho, y está bien dicho, que no todo lo que relumbra es oro y que el lenguaje tiene más salidas y más entradas que un cerco viejo; lo digo porque es muy fácil que uno se encandile con tales y cuales palabras suponiéndoles significados que no tienen, que nunca han tenido y que nunca de los nuncas tendrán.

Lo anterior viene a colación porque hay locuciones que le precipitan a uno a suponerles paternidades o maternidades de las que están muy lejanas.

Así, por ejemplo, la palabra limosnero de ninguna manera se refiere al pobre desgraciado que pide limosna, sino al que tiene para darla y la da; baste recordar lo que se dice de algunos santos varones, que eran grandes limosneros, o se dice también de algún personaje que era el gran limosnero del Rey o del Papa, con lo que se quiere significar que era quien se dedicaba a dar la limosna a quien la necesitaba o la solicitaba.

Para más ilustrar lo que se ha dicho es menester que se recuerde que en el curso de los siglos 2, 3 y 4 la producción del libro gozó una transformación técnica que tuvo consecuencia decisivas para la historia de la cultura, sólo comparables por su importancia a las originadas con la invención de la imprenta.

El rollo, la larga banda de papiro o de pergamino que se desenrollaba durante la lectura y que había sido la única forma de libro conocida por la antigüedad clásica, se veía sustituido por el códice, es decir, por un conjunto de hojas más o menos grandes que se mantenían unidas mediante una encuadernación.

A diferencia del rollo, el códice podía consultarse con relativa facilidad; se prestaba mejor a la numeración, a la compilación de los índices y de las citas y además era posible, e incluso preferible, confeccionarlo en pergamino en lugar de hacerlo con el inconseguible papiro egipcio.

Todas estas circunstancias, junto con otras de carácter religioso, como la costumbre de los cristianos de establecer una distinción entre el "rollo" de la Ley Antigua y el "códice" de la nueva, determinarían el éxito definitivo de la nueva forma del libro, en una época que iba perdiendo progresivamente la confianza en su capacidad creadora y que, a la vez, tenía necesidad de referirse a la palabra escrita que estaba depositada en las gramáticas, en los epítomes, en el caudal del patrimonio cultural de la antigüedad.

De la elección hecha entonces entre obras que merecieron la transcripción en códices y las que, dejadas en su "edición" en rollos, fueron prácticamente rechazadas, depende...

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