Pata de perro / De solitario en Galápagos

AutorAlonso Vera

Jorge "El Solitario" es un fósil viviente del tamaño de una lavadora de trastes. Este gigantesco quelonio habita, como su apodo lo indica, en soledad, dentro de la Estación Científica Charles Darwin en aquellas islas cuyo nombre se reconocen por la especie que le tocó ser: una tortuga Galápago. Se dice que es el último de su subespecie, y hay una jugosa recompensa (como de 10 mil dólares) para quien le encuentre pareja.

El problema inició cuando los primeros piratas tomaron como refugio el archipiélago, pues cargaban los barcos con todos sus antepasados por ser comida que sobrevive hasta un año sin agua ni alimento. Y Jorge, hasta la fecha, como el resto de los seres endémicos de las 125 islas e islotes en donde Darwin concibió su teoría de la evolución de las especies, no ha desarrollado el sensato miedo al hombre.

Jorge come tremendos pastos verdes como si fuera dinosaurio de una película. Pasa sus días enjaulado, deslumbrado por el flash de las cámaras que le atosigan a diario. Reposa sobre una placa de cemento, con la vista perdida en el horizonte. Cuando el escritor estadounidense Herman Melville lo conoció, señaló: "se asemeja a un coliseo romano en grandiosa decadencia". ¿Qué pasaría si fuéramos a este remoto destino ecuatoriano no sólo a tomar sol en sus playas de arena roja, bucear en cavernas repletas de tiburones o caminar sobre espirales de lava negra entre nidos de albatros, sino también a buscarle una hembra con la cual prolongar su estirpe?

SIN INTERFERENCIA

Dos crías de lobo marino giran con alegres contorsiones mostrando sus dotes de nadadores consumados. Una se lanza cual torpedo y se detiene a escasos centímetros de mi visor, pero desaparece al siguiente instante. Más profundo, tiburones martillos nadan hipnóticos en espiral.

En tierra, una centena de iguanas marinas comen cactus y retozan sobre las rocas, muy cerca de los piqueros patas azules que realizan su curiosa danza de apareamiento, levantando una y otra pata, para luego cantar eufonías de amor.

Apenas llego a las islas de origen volcánico diseminadas sobre un área de 50 mil kilómetros cuadrados en el Océano Pacífico, a casi mil kilómetros de la costa ecuatoriana, y ya siento que me reciben con los brazos abiertos. O, al menos, la fauna endémica. El resto es como en el continente, pues a pesar de los esfuerzos de los naturalistas, muchos de los habitantes de este archipiélago siguen amenazados de extinción por la caza furtiva. Su futuro es tan incierto como la...

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