Dulce sueño recurrente

AutorJeremy Horner

Mientras el avión desciende entre la bruma, ajusto mi reloj al tiempo local, pero mi mente se ajusta también para invocar los vívidos recuerdos de mi visita hace 16 años, y reflexiono ya no sobre la hora, sino sobre a cuál siglo estoy a punto de volver.

Calcuta no es para los pusilánimes y, francamente, si se busca un destino para relajarse en un entorno tipo tarjeta postal, ésta sería una elección bastante mala.

Pero a pesar de su pobreza y sufrimiento, Calcuta, con todo y sus 15 millones de habitantes, es una de las ciudades más maravillosas del mundo.

Su incomparable colección de edificios coloniales resulta en una visión de monumentos vivos de la época cuando era la capital de India bajo el Raj (administración colonial británica) y, antes de eso, de la Compañía Británica de las Indias Orientales.

Caminar por sus calles equivale un poco a introducirse en el pasado. Se le podría perdonar al visitante por pensar que está en un foro de cine -de hecho Calcuta sí desempeña un papel clave en la lucrativa industria cinematográfica de Bengala-, pero al asomarse por ventanas, pasar por puertas y subir escaleras, uno empieza a darse cuenta de que hay una metrópoli vibrante detrás de las elevadas fachadas adornadas con columnas.

Una vez que el turista logra salir del aeropuerto tan poco prometedor y se monta en uno de los característicos taxis amarillos, pronto se verá inmerso en el río humano que fluye hacia la urbe.

Los conductores de los famosos "rickshaws" de bicicleta pedalean sus cargas pesadas de humanos, bienes o una mezcla amontonada de ambos entre manadas de cabras y ganado, flotillas de autobuses y taxis, y ejércitos de transeúntes, vendedores callejeros, comerciantes, "chai-wallahs" (vendedores de té), escolares, perros y ratas, en lo que se podría confundir con un éxodo de una ciudad caída, salvo por el detalle de que el flujo no va todo el tiempo en una sola dirección.

Éste parece más un movimiento azaroso, mientras un policía de tránsito toca el silbato en vano, cual director de orquesta que ondea su batuta frente a un conjunto de músicos ciegos.

Sin embargo, aunque parezca un caos total, un orden y una calma invisibles también lo subyacen todo en los extensos barrios o "paras", como se les conoce.

Se tocan sin parar las bocinas, pero los ánimos rara vez se caldean al tiempo que, de alguna manera, miles de accidentes de tránsito son evitados por una fracción de segundo o por un pelito cada minuto.

Finalmente, desaceleramos y nos detenemos en una...

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