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Guadalajaras / Brujas, brujas

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Vincent
AutorGuillermo García Oropeza

El otro día fui requerido a una fiesta de brujas. No, no se vaya a pensar que me invitaron mis encantadoras colegas escritoras, muchas de las cuales llegan a las reuniones de consejo de redacción ni en auto o camión, sino en escoba, medio de transporte muy ecológico. En este caso se trataba de una tardeada, como se hubiera dicho en mis tiempos, de niñas de diez, 12 años en ese punto maravilloso entre niñez y pubertad. Ninfetas, como las hubiera llamado Vladimir Nabokov, aquel de la inquietante "Lolita". Las niñas iban disfrazadas de brujitas, con sombrero picudo y largos vestidos negros que les permitían, si no volar, al menos sí correr, porque no pararon ni un minuto, excepto, claro, para comer jotdogues y tacos, de esos sudaditos, que salvan cualquier fiesta.

Y la tardeada me recordó muchas cosas. Desde el triunfo del "jaloguín", como se debe escribir en castellano, que es una derrota más frente al imperialismo yanqui, que ya terminó con el Niño Jesús para suplirlo con Santa Clos y su panza y risa cerveceras. El "jalogüín", que hace a un lado al santo día de los Fieles Difuntos, con o sin chilango Altar de Muertos. Pero también me recordó de las brujas reales, cuya crónica a través de la Historia es extraña, siniestra y fascinante y que comienza allá, según ciertos expertos, antes del reino de David, cuando se incluye en la Escritura la frase fatídica: "No permitirás que las brujas vivan" y con ello se bendice una persecución que no iba a amainar hasta que en la Inglaterra del frívolo rey Jorge II, en 1736, los juristas escandalizados por la caza de brujas en las colonias americanas, ya en plena era de las Luces, descontinuaron el delito de brujería, actitud que poco a poco se fue copiando en el resto del mundo.

Pero Europa desde la Edad Media, sobre todo tras del pánico de la Peste, encontró que las brujas eran buenos chivos expiatorios para los...

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