Jorge Volpi / Nuestra civilización

AutorJorge Volpi

Nuestra civilización podría haber sido otra muy distinta -al menos desde principios del siglo XIX las posibilidades flotaban en el aire-, pero al final decidimos darle prioridad, a principios del siglo XXI, a tres lugares específicos para definirla. Si hoy ocurriera un colapso y de un día para otro se extinguiera nuestra especie, los arqueólogos extraterrestres del futuro descubrirían un sinfín de restos a los que querrían darles sentido para explicar nuestros comportamientos cotidianos. Una civilización se define por los lugares que privilegia, por los espacios que habitan a diario sus habitantes. En nuestro caso, ésos serían el automóvil, los centros comerciales o shopping malls y esos curiosos aparatos multifunción a los que seguimos llamando teléfonos inteligentes.

La primera explosión fue la del automóvil: ese vehículo familiar -o, mejor, individual- que apenas ha evolucionado desde que empezó a ser producido en masa a principios del siglo XX, con un motor a partir de combustibles fósiles -por más que poco a poco se instauren los eléctricos- y que se ha vuelto omnipresente en nuestras ciudades, al grado de definir su desarrollo y su paisaje. Desplazando drásticamente al transporte público en casi todo el planeta -resisten unas cuantas naciones europeas, y aún así-, transformados en taxis o mejor en ubers, los coches no son ya símbolo de estatus, como se quiso después de la Segunda Guerra Mundial, sino artefactos imprescindibles y democráticos que, paradójicamente, nos igualan tanto como nos inmovilizan.

Si algo asimila a Bogotá con Pekín o a París con la CDMX, a Los Ángeles con Moscú y a Nueva Delhi con El Cairo, son esas interminables filas de automóviles que, a menos de treinta kilómetros por hora, avanzan penosamente en las horas pico en un sinfín de embotellamientos, atascos o trancones: el coche como la forma más lenta e ineficaz de ir de la casa a la oficina o viceversa, de ser casi estático cuando uno imaginaba adquirir un coche por la velocidad que podría alcanzar. ¿Cuántas horas pasamos encerrados en esas piezas de hojalata? Vidas enteras -ya lo imaginaba Cortázar- en las que se nos va la vida.

Al mismo tiempo, las estructuras urbanísticas que mejor nos definen no son ya los rascacielos, sino los centros comerciales...

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