Juan Enríquez Cabot / Violencia...

AutorJuan Enríquez Cabot

Llegó, hará unos años, a hermosísimo país una linda gringuita llamada Jacqueline Novogratz. Llegó en plan de hacer bien. Veía por doquier sonrisas, bosques, flores, plazas, mercados, niños jugando. Empezó a organizar grupos para mejorar ingresos y vidas alrededor de micronegocios...

Era un país con hermosos modales y modos. Permeaba la paz. Pero, aunque todos la trataban bien, la Novogratz se daba cuenta, de vez en cuando, entre sombras, de que aparentemente todos sospechaban de todos. Que la gente se cuidaba de sus vecinos. Pero aunque veía estos fantasmas, nunca se dio color, en los años que vivió en el país, de todo lo que yacía atrás. Todo aparentaba calma. El gobierno controlaba, con fuerte liderazgo, aunque no siempre con prístina honradez.

Hasta que un mal día mataron al Presidente. Le tiraron su avión. Finalmente nadie supo quién. Lo que sí se sabe es que se empezó a desatar inusitada violencia. En cuestión de semanas unas cuantas hogueras locales de violencia acabaron esparciéndose hasta ahogar al país entero en torbellino de dolor y terror. Resurgieron ancestrales odios étnicos, de clase y regionales. Grupos armados con machetes, cuchillos, palos y piedras salieron a la calle a matar y matar y matar. Salieron a vengarse de toda afrenta, real e imaginaria, a vengarse de años de pobreza, opresión, agravios y miedo.

La violencia no paró hasta que 800 mil personas perdieron sus vidas, la décima parte de la población. Cuando volvió Jacqueline se dio cuenta de que mucha de la gente con la que había tratado, sus amigas, habían sido víctimas y verdugos. A veces ambas cosas. Padres acabaron matando madres e hijos. Hermanos a hermanas. Sirvientes habían torturado a sus patrones. Niños acabaron decidiendo quién sobrevivía cada día.

Y aunque Ruanda podrá parecerle a muchos lo más distante que existe de nuestro México, habría que ponerle un poquito de atención a lo que primero no entendió la Novogratz y después a lo que, en retrospectiva, aprendió. Porque, entre otras cosas, ya sabemos que en México, una y otra vez, cuando se empieza a desatar la violencia en serio es más que difícil pararla. Y estos días vaya que se desata cada vez más violencia.

Ruanda se autodestruyó porque nadie confiaba en nadie. Todos temían que sus vecinos, su gobierno, policías, jueces y Ejército los lastimaran. Y por tanto muchos salieron a matar primero. Curas y monjas se volvieron cómplices del genocidio, entregando a bandas asesinas a quienes se refugiaron en...

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