Juan Villoro / La llama fría

AutorJuan Villoro

Por un tiempo viví en una casa donde lo más emocionante era el calentador. El agua podía salir hirviendo y enfriarse cuando tenías champú en la cabeza o tardar siglos en calentarse y quemarte de repente.

Todo se hubiera arreglado con un plomero, pero corrían tiempos en que eso me parecía un lujo y en que enfrentaba los problemas nombrándolos de otro modo. Acepté vivir con "agua temperamental". Además, me convencí de que esa carencia me brindaba una enseñanza. El baño no dejó de ser incómodo, se convirtió en una incomodidad filosófica: la incierta temperatura de la ducha era un símbolo del cambiante temperamento de mis congéneres.

Perfeccioné mis presunciones con unos versos de Quevedo: "Nadar sabe mi llama el agua fría,/ y perder el respeto a ley severa". El original decía "la agua", pero ya sabemos que la tradición es el "autocorrector" de la lengua.

La pedantería sirve para engañar a quien la ejerce: gracias a don Francisco de Quevedo, en vez de limitarme a tiritar, sentía sobre mi cuerpo la natación de la llama fría. A diferencia de las regaderas de internados y presidios, que sólo son heladas, la mía tenía el privilegio de vacilar tanto como el criterio individual.

Me sometí a esta líquida escuela para comprender mejor al prójimo hasta que Pedrito Lascurain llegó de Guadalajara. Se presentó sin avisar porque yo no tenía teléfono y en esa época no había celulares. Lo encontré en el rellano de la puerta, con una mochila del club Atlas.

Pedrito era un amigo de mirada melancólica y carácter apacible que, al modo tapatío, decía "ei" cuando estaba de acuerdo con algo, que era casi siempre. Me regaló una caja de dulces de arrayán y una botella de ponche de granada. Luego, como un personaje de Rulfo, pidió quedarse unos "diyitas".

No sé lo que hizo en la capital porque yo trataba de terminar mi tesis de Sociología sobre "El concepto de enajenación de Marx" y había sido víctima del tema. Vivía alienado, tratando de convertir mis "fichas de lectura", archivadas en una caja de zapatos Blasito, en un ensayo comprensible.

Pedrito desayunó huevos con una salsa rarísima, arregló el espejo del botiquín al que le faltaba un tornillo, compró pan dulce cada noche, se decepcionó de una chica que habló de "la tequila" y arregló sus asuntos, que no supe de qué trataban pero que le dejaron cuatro bolsas de ixtle con las que volvió a Guadalajara.

Cuando terminé mi tesis sobre la enajenación, volví a la...

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