Juan Villoro / Mapa alterno

AutorJuan Villoro

La Ciudad de México es caos que ni siquiera dominan los expertos en tráfico. Al abordar un taxi, el conductor solicita: "Usted me dice por dónde".

Edgar Anaya Rodríguez se ha dado a la tarea, en apariencia irrealizable, de crear un mapa personal del Distrito Federal y anexas. Ha recorrido la ciudad donde nació con las virtudes combinadas del explorador que no necesita brújula, el erudito que no escatima el dato exacto y el cronista capaz de ser fiel a sus pasiones.

Este ejercicio múltiple encuentra acomodo definitivo en el libro "Ciudad de México, Ciudad Desconocida". Estamos ante el mejor catálogo de lugares insólitos del laberinto donde nos tocó vivir.

Anaya Rodríguez registra los 100 sitios más peculiares de esta asamblea de ciudades. Hay, al menos, tres constantes en su búsqueda: la naturaleza, los pueblos típicos y las ruinas arqueológicas. La Ciudad de México no ha dejado de ser un vergel que florece en las encrucijadas de las avenidas y donde los halcones anidan entre cables de alta tensión. Tampoco ha dejado de ser la macrópolis que en su interior preserva vidas pueblerinas que en días de fiesta se hacen notar con la algarabía de sus cohetes. Conocemos las pirámides de Cuicuilco y la estación Pino Suárez del Metro, pero no las efigies dispersas de los dioses antiguos que Anaya Rodríguez selecciona para el visitante.

¿Cómo usar un libro tan rico? "Ciudad de México, Ciudad Desconocida" sirve de guía turística, novela de lugares y crónica sentimental de un viaje. Se puede leer de un tirón o en episodios, al modo de una enciclopedia.

Un capítulo de vibrante actualidad se refiere al culto a la Santa Muerte. Con la sabrosa erudición que atraviesa el libro entero, Anaya Rodríguez recuerda altares coloniales donde aparecen calaveras. No se trata sólo de la deidad de los mafiosos, aunque su culto oficial haya sido prohibido. Significa, más bien, una devoción alterna, no sólo por rendir tributo a una calavera, sino por la forma en que circula en la ciudad. La Santa Muerte se ha apoderado de espacios urbanos que no tenían santuarios: las banquetas. Es, ante todo, una deidad a la intemperie, a tal grado que es honrada en altares portátiles que recorren las calles.

Otros capítulos dialogan entre sí. El cronista dedica un episodio a las selectas delicias del Mercado de San Juan, donde algún día ofrecerán costillas de unicornio, y otro al gran estómago de la ciudad, la Central de Abastos, bolsa de valores donde se calcula lo que importa un rábano.

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