Juan Villoro / La venganza inútil

AutorJuan Villoro

"Me encantaría participar en una polémica", Nacho habló con entusiasmo. La frase me sorprendió porque es la persona menos belicosa que conozco. Desde niño, enfrenta los problemas con raro interés. Éramos vecinos y pasábamos las tardes en la calle. Ante algo incómodo -un gato atropellado, una sombra vacilante en una casa abandonada, el destemplado regaño de un adulto-, entrecerraba los ojos y sonreía apenas. Las molestias le producían una irónica concentración.

Ahora escribe artículos y, como tantos, ha sido víctima de ataques en las redes. "Otra vez me atreví a equivocarme", dice ante la andanada de insultos: "Pero no hablan de lo que escribí sino de lo que alguien opina que dije; la descalificación ha sustituido a la polémica". Hizo una pausa y agregó: "¿Te acuerdas de la pelota ponchada?".

Había olvidado aquella anécdota. Con ayuda de Nacho, regresé al tiempo precario de la infancia que nos tenía reservada una lección. Hacia 1966 la Colonia del Valle era un sitio donde se jugaba futbol en la calle. Cada veinte minutos, alguien decía: "¡Aguas: carro!", y el partido se suspendía un momento. No teníamos porterías; en esa variante callejera del balompié, el gol consistía en acertarle a un poste o a una coladera.

Jugamos con una pelota de plástico hasta que el primo de Nacho llegó de Guadalajara y confirmó la leyenda de que los malos jugadores se integran al equipo gracias a un talismán irresistible: un balón de cuero. A partir de entonces, nuestra cancha de asfalto compitió con el recién inaugurado Estadio Azteca.

Cuando el primo de Nacho volvió a Guadalajara, ya nos habíamos acostumbrado al lujoso esférico que inflábamos en un local donde se reparaban bicicletas. Decidimos hacer una colecta para comprar otro. Nuestra repentina cooperativa tuvo pronto un adversario: un Corvette azul turquesa.

El dueño de aquel modelo de fábula (¡los astronautas del proyecto Apolo manejaban uno idéntico!) era Tomás Ruiz, arquitecto que a veces jugaba con nosotros, pero cambió por completo al comprar ese auto que podía ocultar sus faros y cuya carrocería brillaba con peculiar ostentación, como los mosaicos al fondo de una alberca. El enemigo no era él, sino el coche mismo.

Tomás recorría a innecesaria velocidad la calle de San Borja, daba vuelta en nuestra privada y se topaba con un partido que lo hacía avanzar con la humillante lentitud de un tranvía. Nos odió...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR