Los mil y un pretextos

AutorFernando Toledo

Para entender a este destino hay que desprenderse de prejuicios. India es una de las naciones más pobladas del mundo. Ahí conviven diferentes razas, castas y culturas, y la gente tiene variados modos de entender la vida, o las vidas, porque según una de sus religiones, viviremos varias a través de los siglos.

En efecto, antes de mi jornada -que duró 15 días- había oído lo que consideraba un cliché: "un viaje a India te cambia la vida", me comentó más de un conocido.

"Sí, claro", pensaba entonces.

Pero, al enfrentarme a la grandeza de ese territorio, tan hermoso y colorido como enigmático y extremo, entendí que, aquella frase que podría parecer hecha, es una rotunda verdad.

Incluso antes de pisar esa tierra y, a bordo del avión, uno empieza a maravillarse con lo que le espera: compañeros de vuelo lucen atuendos tradicionales, turbantes y túnicas incluidos; varias de las mil y un películas que hay para elegir prometen estar llenas de coloridos bailables.

La sobrecargo, ataviada con un tradicional sari, sirve un curry acompañado con arroz y un té. Aromáticas especias, como el cardamomo, se volverán inseparables compañeras de viaje.

Apenas llegar al aeropuerto de Nueva Delhi, se percibe la magnitud del destino. La fila para pasar migración parece interminable, el calor empieza a hacer estragos, especialmente en quienes vienen de occidente y se debaten entre limpiar las gotas de sudor y espantar alguna mosca que se llega a posar en su frente.

Tras explicarle, en inglés, a un oficial de migración que la visita es meramente turística no queda más que ir a recoger el equipaje. Lo malo: éste apareció luego de dos horas. Lo bueno, ¡apareció!

Hubo quien me recomendó comprar rupias antes de salir de la terminal aérea. Obtuve un montón de billetes de colores, aunque luego me percaté de que tenía menos de lo que me correspondía.

Al salir, un señor -tan alto como su turbante- se acercó asegurando que tenía un taxi listo para mí. Acalorado, cansado y aturdido por el barullo de la multitud, me dejé llevar y abordé un coche atiborrado con telas colgantes y figuras de varios dioses.

No sé si fue el aroma de la canela, el sudor, el jengibre o la mezcla de todos lo que me hizo reaccionar. De inmediato bajé "del taxi" y entré de nuevo al aeropuerto para tomar un auto autorizado.

Todo el trajín quedó en el olvido al llegar al hotel. Un edificio blanco, al estilo de los Marajás, maravilla a cualquiera. Aunque claro, antes de entrar hay que pasar por varios filtros...

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