Morir en la orilla

AutorVerónica Sánchez

La deportación de Yanisleidys a La Habana no fue volver al punto de partida, fue peor.

De la ilusión de enviarle dinero a su mamá, pasó a vivir de la pobre pensión de ella. Clasificada como emigrante se le borró de los registros oficiales de Cuba y, por lo mismo, quedó sin derecho a trabajar ni a la libreta de abastecimiento de alimentos. Por eso no le perdona al Instituto Nacional de Migración haberla deportado siendo que en Cuba ya no existía.

A los 389 días que pasó detenida en México, sumó otros cinco. Del Aeropuerto Internacional José Martí fue trasladada a un campamento de la Policía Nacional donde pasan los balseros o expulsados de otros países. En esa instalación, localizada en el barrio de Casablanca de La Habana, estuvo sujeta a valoraciones médicas, toma de fotografías y huellas dactilares.

Vestida con el uniforme a rayas verdes y blancas que le proporcionaron, llamó a su madre, Rosa, quien a partir de entonces no se movió de la ventana esperando su llegada. Había pasado un año ocho meses desde que su hija se despidió para hacer una vida fuera de la isla. Mismo tiempo en que ella sufrió sola de angustia e insomnio. Yanicel, la incondicional, viajó a Cuba al enterarse de la deportación.

Yanisleidys enseñó a un funcionario del campamento el oficio que desde el 1 de septiembre de 2010 la considera como emigrada, y éste no supo explicarle porqué la habían regresado. "Tendrás que ir a Migración a tu salida", le dijo.

Aunque no había nadie más en el dormitorio de dos literas, la joven no pudo conciliar el sueño. El cómo estaría su novio, Alexander, de quien no le permitieron despedirse en la estación migratoria, la abrumaba. La forma en que la deportaron, le irritaba. Y el choque en Nuevo Laredo le venía a la mente. "Pasamos tantas cosas para morir en la orilla", lamentaba.

Después de cinco noches en el campamento, Yanisleidys se encontró de nuevo en la Habana Vieja, su barrio, como si el tiempo no hubiera pasado. A bordo de un taxi viejo, de esos que abundan en la capital, con Yanicel a un lado, escuchó el bullicio de siempre de la calle Corrales, donde está el mercado agropecuario con su reducida oferta de verduras y frutas. Vio los bicitaxis a media vía, los comerciantes clandestinos de discos y gafas en la banqueta, así como a los hombres mayores jugando dominó afuera de sus casas. Ingresó al edificio, alguna vez elegante, en el que vivió desde niña, el cual seguía intacto: sus portales rosas despintados, sus polines soportando la...

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