Paloma Ramírez / Queridos maestros

AutorPaloma Ramírez

Tras un cálculo burdo, estimo que, durante mi etapa de escuela y universidad, mi cabecita en formación pasó por las manos expertas de al menos ¡cincuenta maestros! Hasta yo misma me sorprendo con el número. Sobre todo porque no conservo recuerdos memorables de ellos. Acaso podría nombrar algún detalle de unos cuantos.

Con el paso de los años, la mayoría de mis maestros se evaporó por completo de mi mente. Nada de ellos quedó tras todas esas horas al frente del aula en las que se afanaban en rellenar pizarrones con palabras o símbolos. Ningún rastro dejaron en mí las cientos de libretas que atiborré con tinta. No sobrevivieron al tiempo sus caras o los apodos con los que los nombrábamos.

Admito que no todo fue pérdida. Aún puedo evocar la figura de mi profesor de Matemáticas de la Secundaria. Era un hombre escuálido que solía meter los pulgares en el espacio que todavía quedaba entre su cinturón bien ajustado y la pretina del pantalón, al tiempo que balanceaba su cuerpo de atrás para adelante. También recuerdo su cara de gozo cuando lanzaba preguntas retóricas poco relacionadas con su materia. Si bien aquel profesor no era una colección de tics, poseía uno bastante singular. Cuando adquiría aspecto de concentración, separaba los labios para, después, sorber por entre sus dientes de marco metálico. El aire, que pasaba entre las piezas, ligeramente apartadas unas de otras, producía un sonoro rechinido que erizaba la piel de más de una de sus alumnas. No negaré el conocimiento que nos legó. Nos reveló que existía un sentido correcto para colocar el papel de baño en el portarrollos. Artimaña que evitaba que anidaran las cucarachas dentro del tubo de cartón.

También estaba La Quequi, una mujer bajita y prognata, que nos enseñaba con gran dedicación signos ya extintos: Taquigrafía. Y cómo olvidar a la profesora de Química, redonda como una ciruela. Fue ella quien, durante la exposición de experimentos de las alumnas, confundió el chorro de pipí, que bajaba por la pierna de una niña, con ácido sulfúrico.

Pero no todos los profesores que recuerdo se convirtieron con el tiempo en meras caricaturas de sí mismos. Dos de ellos hicieron la diferencia para mí al retirar un velo obscuro de mis...

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