Pata de perro / Mira con otros ojos

AutorAlonso Vera

Valle de Bravo se distiende como una lagartija que toma el sol a orillas del agua. Dos o tres pinceladas de nubes en el cielo, y nada más. De ningún otro lugar guardo tantos recuerdos y, a la vez, poseo tan poca información.

Pero conozco bien a la familia Medrano. He visitando tantas veces su portal que ya considero sus dulces de guayaba y membrillo como una medicina. Conozco también a doña Lupe, cuyas cecinas y embutidos me han permitido deleitar a mis amigos con la alquimia de mis "pepitos" de frijoles negros y aguacate con pan recién horneado de "La Gorda", quien al verme con esos ojos intoxicados de teleras y conchas blancas me recuerdan la dulzura de una nana.

Hay que charlar con los pescadores que aún se reúnen a pulir las mesas de la heladería Los Alpes al hacer la sopa del dominó. Sus cabezas con largas y ahora canosas cabelleras rememoran cada momento que ha hecho historia en este horizonte vallesano, justo frente a la plaza que sirve de punto de encuentro para amores y desamores.

Las calles donde crecí

El mercado está siempre vivo. Las marías confluyen para intercambiar té de monte y tortillas azules, y hongos silvestres y zarzamoras en temporada, ante las miradas frías de cerdos y vacas fijadas sobre ganchos de hierro en las carnicerías. En los comedores, las ollas y cazuelas de barro componen una sinfonía de manjares para almorzar.

Voy y vengo por las calles de mi infancia, donde las piedras desgastadas aún reflejan los rayos del sol. El rompecabezas de este peñón desgajado tiene ahora tiendas "modernas" con prendas, accesorios y muebles rústicos con precios despectivos, no sólo cantinas y barberías en las que estaba prohibida la entrada a las mujeres, quizá un tanto por machismo y otro poco por pena de ver en la intimidad a quienes hacemos de la bebida o las navajas, una terapia. Sin embargo, hoy son recovecos donde las féminas foráneas también satisfacen sus necesidades.

El anciano de valle

A orillas del manantial, está el ahuehuete de más de 700 años que me ha refrescado tantas veces con la sombra que regalan sus más de 25 metros de altura.

El abuelo del agua es, con creces, el más longevo del lugar, pero su corazón palpita recio. Él vigila las torres de la iglesia de Santa María Ahuacatlán, en cuyo cementerio reposan mis ancestros y donde debajo de sus óleos revestidos con hojas de oro se mantiene incólume la efigie de un Cristo tiznado por una mítica chamuscada.

Luego están la Casa de la Cultura, las tiendas de sombreros...

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