Plaza Pública / Máxima impunidad

AutorMiguel Ángel Granados Chapa

Joaquín Guzmán Loera, apodado "El Chapo", ha conocido el haz y el envés de las prisiones federales consideradas, cada vez más risiblemente, de máxima seguridad. Aprovechó que no lo sean en realidad, y en enero de 2001 se marchó de una de ellas, la de Puente Grande cerca de Guadalajara, donde vivía cómodamente desde que se le trasladó desde La Palma. En este penal, sin embargo, en pocos meses gente suya, su propio hermano incluido, fue eliminada: el 3 de mayo pasado Alberto Soberanes fue estrangulado en un sanitario, después de una fuerte golpiza, no registrada por las cámaras del circuito interno de vigilancia, presumiblemente encendidas en todo momento. El 6 de octubre siguiente Miguel Ángel Beltrán Lugo, llamado "El Ceja Güera", fue ultimado a balazos en el comedor del reclusorio. Juan Govea Lucio lo mató con dos disparos en el tórax y tres en la cabeza. Y el 31 de diciembre, asimismo en un lugar abierto, en presencia de muchas personas fue asesinado Arturo Guzmán Loera, conocido como "El Pollo", hermano de "El Chapo".

Esos crímenes son parte de un prolongado y cruentísimo ajuste de cuentas entre bandas de narcotraficantes. Si no ha podido evitarse que las querellas delincuenciales se diriman a tiros en las calles de ciudades fronterizas o de Sinaloa, se esperaría que la batalla no se extendiera hasta las cárceles donde residen los jefes de los clanes, o sus allegados. Pero el poder del narcotráfico, su diabólico dilema de plata o plomo ha convertido a esos penales, a La Palma por lo menos, en territorio de esa disputa.

No es sólo que la venalidad de empleados menores haya permitido el uso de las armas de fuego empleadas para matar a "El Ceja Güera y "El Pollo". El problema es de mayor trascendencia y gravedad. Consiste al parecer en que la autoridad ha perdido el control de ese establecimiento, donde en cambio impera la voluntad de algunos capitanes de banda. Algunos de ellos, como Osiel Cárdenas, muestran su autonomía de modo insolente y desafiante, y hasta la disfrazan de legítima demanda de respeto a sus derechos humanos. En los penales a la antigua la autoridad se había resignado a dejar el Gobierno interior en manos de los reclusos, convertidos los más audaces de ellos en "presidentes" de crujías. Pero si era terrible que asesinos desalmados rigieran las penitenciarías, basados en su fuerza física y su carencia de escrúpulos, lo es en mucho mayor medida que el control carcelario sea ejercido hoy por funcionarios peleles (los que...

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