DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Lecciones

AutorCatón

Permítanme decirles, queridos cuatro lectores míos, qué hice en la madrugada del pasado martes 16 de julio. El reloj marcaba las cinco de la mañana, hora en que usualmente da principio mi día. Era el de la Virgen del Carmen, y encendí una pequeña luz de vela en recuerdo de mi madre, que se llamaba Carmen. Tan bello nombre significa al mismo tiempo jardín, poema y viña. Mi abuela Liberata, mamá de mi mamá, llevó siempre el bendito escapulario de la Virgen. Quien lo portara en la hora de la muerte no la tendría eterna. Eran los tiempos en que las muchachas prometían vestir durante un mes -o dos, o tres- el hábito café del Carmen, para que la Señora les cumpliera algún anhelo de esperanzado amor desesperado. Ese día llegó también a mi memoria la memoria de don Carmen, el hortelano de la pequeña huerta que al sur de la ciudad tenía mi señor abuelo. Era el fiel servidor hombre ya viejo, o al menos a mí me lo parecía, aunque debe haber tenido apenas 50 años. Viudo en su juventud, no volvió a tomar estado; llevaba vida solitaria, sin salir de su casa más que para ir a la misa de alba en el templo de San Juan Nepomuceno, y al rezo del rosario por las tardes. Todos sus afanes se centraban en el cultivo de aquel pequeño solar que por su cuido rendía generosos frutos: perones de cristal, rosas color de rosa, lechugas más frescas que una lechuga... Sucedió que cerca de la huerta se estableció una panadería. Los dueños eran dos hermanos, hombre y mujer, solteros ambos. Él hacía el pan; ella lo despachaba en el mostrador. Tendría esta muchacha unos 30 años, lo cual en aquel tiempo equivalía a no ser muchacha ya, sino quedada. Solterona, como antes se decía. La vio una tarde el hortelano, camino del rosario, y le nació un súbito deseo -jamás lo había sentido- de comer pan todos los días. Don Carmen era tímido, poco avezado a los usos mundanales, y ni con la mirada se atrevía a rozar a la lozana panadera, mujer en plenitud de formas y de vida. Pero una mañana se atrevió a verla a los ojos, y vio que ella lo veía también. Eso lo animó a dirigirle al día siguiente unas palabras de saludo, a las que ella respondió con amabilidad. Pasó un par de meses. Tras verla y saludarla cada día, después de pensar mucho las cosas, don Carmen venció con dificultad su timidez, y le dijo por fin, temblando, estas palabras: "Fíjese usted, Lupita -así se llamaba la muchacha-, que anoche tuve un sueño". "¿De veras, don Carmen? -se interesó ella-. Y, ¿qué soñó usted?" "Soñé...

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