DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Plaza de almas

AutorCatón

Este amigo mío recuerda el patio de su colegio de niño. Lo recuerda mejor que si lo estuviera viendo: lo recuerda como si lo estuviera olvidando. Se aferra a su recuerdo, entonces, como el náufrago a la tabla de salvación, y así las cosas se le aparecen claras en medio del olvido. El patio es grande, enorme. ¿Lo es verdaderamente? No. Así lo miraba el niño que ahora está recordando. Sin embargo ese niño, adulto ya, visitó hace unos días su antiguo colegio, hoy convertido en asilo para ancianos, y se asombró al ver que el patio se había empequeñecido, siendo que antes ocupaba la mitad del mundo. Acordaos, como decía la oración. Al fondo y en el ala izquierda estaban los salones de clase. Al frente las oficinas. En el lado derecho los cuartitos -así, púdicamente, se les decía a los baños- y la carpintería donde el señor Vidal, aquel buen señor que en las fiestas escolares tocaba en el serrucho el vals "Recuerdo", arreglaba los mesabancos. Y allá la alberca, reservada únicamente para los internos. Ah, los internos. ¡Cómo los envidiábamos! Vivían ahí mismo, en el colegio, pues venían de otras ciudades. Sólo ellos conocían la parte del edificio donde estaban las habitaciones de los Hermanos. Comían con ellos -señalado privilegio-, y cuando por las tardes el patio se quedaba solo les pertenecían en propiedad privada los juegos de espiro y las canchas de basquetbol. ¡Qué maravilla! Por eso el niño que recuerda no se explica la tristeza de aquel amiguito suyo interno en el colegio. Además era rico. Su mamá venía a visitarlo dos veces cada mes, los domingos. Llegaba en coche de lujo, con chofer; parecía artista de cine. Alta y rubia, bella, se parecía a Emilia Guiú, la artista que salió con Pedro Infante en "Angelitos negros". Vestía con elegancia; en el invierno llevaba una piel sobre los hombros. Cierto domingo mi amigo la vio casualmente llegar al colegio. Supo después -se lo contó el niñito- que había llevado a su hijo a la alameda. Ahí el pequeño les dio de comer semillas a los patos. Su mamá le compró un globo, un rehilete y un algodón de azúcar -¡cuántas cosas!-, y luego fueron a la Nevería Nakasima, donde el niño gozó la delicia de un Paricutín, la nieve más cara de todas las que ahí se vendían, en forma de volcán, con un cubito de azúcar que se humedecía en alcohol y se le prendía fuego al servirlo, para simular el cráter en erupción. ¡Fantástico! ¿Entonces por qué siempre estaba triste ese niño? Mi amigo, el que...

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