Rafael Segovia / Libertad de funcionarios

AutorRafael Segovia

Hay países cuyas minorías desearían echar el tiempo hacia atrás. Algunos querrían encontrarse de pronto en el siglo 19, otros en el 18, pero algunos desearían -siempre sus minorías- hallarse de pronto en el Renacimiento. No por poder gozar de tantos artistas, sobre todo, disfrutar de aquellas mentes que crearon una nueva pintura y una escultura inimitable. Menos aún por aquellas cortes donde el espíritu llegó a sus cimas más altas, donde los hombres hicieron gala de una inteligencia que día a día y lectura a lectura no dejan aún de sorprendernos. No, nada de esto tiene cabida en su mundo actual. Simple y sencillamente están en contra del mundo contemporáneo y reaccionan contra él: son reaccionarios, en ellos encontramos a la reacción contemporánea, que también lo era la de antes. Un caso típico de esta disposición de ánimo es el de España.

Cuando nos enteramos de los países que aún no aceptan el divorcio, que rechazan hasta el nombre del aborto, que enseñan los dientes a la escuela libre, estamos seguros de encontrarnos ante un español. El jefe de todos los que piensan igual es el Cardenal Rouco. Convoca a manifestaciones por fortuna semifallidas, donde según él asisten 2 millones de personas (que ahora siente que debe rebajar las cifras y se planta en un millón). El ánimo le viene de fuera de Roma, donde el laicismo es visto como la obra de unos jabalíes que atacan sin piedad a quienes no piensan como ellos, que desean un Estado laico y libre, pero eso no les impide recibir el dinero de esos librepensadores que les sacan de quicio.

Tienen una memoria débil y corta. Se olvidan que aquel país vivió envuelto en una dictadura espiritual terrible, donde las normas, todas, eran establecidas por una Iglesia que no dudaba en enviar a la hoguera a quien se alejara de un pensamiento y unas costumbres ortodoxas. Estas costumbres, esta violencia, la llevaron hasta el siglo 20. Las quejas de Rouco y sus compinches las anularon quienes no pensaban como ellos. Es incomprensible que estos díscolos, que son la mayoría del pueblo español, estuvieran obligados a someterse a la Iglesia católica para hacer -prohibido abortar-, para casarse, para todo lo que corresponde al Estado establecer y regular.

Lo que sorprende aún más es que esto llegó hasta nuestros días, hasta la muerte del dictador. Apoyarse en un general sin educación alguna les parecía perfectamente normal, sobre todo a Pío XII, un hombre cuyas simpatías por...

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