Rolling Stones 33 revoluciones

AutorJuan Villoro

El arquitecto Frank Gehry es el supremo esteta de las chatarras en la sociedad postindustrial. Entre las grúas oxidadas, los astilleros abandonados y las nieblas de Bilbao, levantó una marea de titanio que parece un capricho de la geometría y cumple el muy funcional propósito de albergar el Museo Guggenheim. Por fuera, el edificio rinde culto a la capacidad del metal para torcerse; por dentro, el vértigo se apacigua en favor de la pintura. Nadie mejor que un inventor de tempestades como Gehry para construir el Museo del Rock en otra lluviosa orilla, la ciudad de Seattle.

De nueva cuenta, en este espacio la flexibilidad estará en la fachada. El guión museográfico no puede deparar grandes sorpresas porque en el rock las dinastías ya se ordenan como en las tablas de arcilla del antiguo Egipto. ¿Resulta posible polemizar sobre Elvis Presley? Con todo y su sobrepeso, sus capas de satín vigorosamente tisú, el cetro de joyas de fantasía, la mansión tapizada de poliéster, la pistola como un cubierto adicional en la mesa donde las hamburguesas significaban alta cocina y los pañales desechables que se vio obligado a usar en los últimos años de su mandato, el Rey del Rock & Roll tiene garantizado un nicho de terciopelo en el panteón de la cultura de masas.

Las reglas de valoración del rock son tan rígidas como el Código de Hammurabi. Lo que a fines de los 50 fue un alarido de ruptura, ahora es asunto de antropólogos. Medio siglo bastó para que un arte de lo evanescente desembocara en subastas donde el Cadillac rosa de un cantante se presenta como una astilla de la cruz de Cristo. En México, el Tianguis del Chopo surgió como un mercado de las pulgas donde los discos y las revistas que habían sido el non plus ultra de lo moderno regresaban como productos de una civilización remota que quiso que el mundo oliera a pachulí. Por su parte, el Hard Rock Café puso reliquias del pop en sus paredes para que los parroquianos admiraran una guitarra Fender Telecaster como si fuese Excalibur, la espada húmeda de la leyenda artúrica.

Cada semana, el rock continúa produciendo hits y lanza por el mundo a cantantes que muestran ombligos de estremecedora juventud. Sin embargo, no puede librarse de la necesidad de custodiar su historia ni de rendir culto a los santos que ha canonizado o a los beatos que suman méritos para ingresar a su hagiografía. En un arte que ofrece novedades para los adolescentes de nariz multiperforada y recuerdos para los veteranos de los tres...

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