El rostro de la memoria

AutorJosé Israel Carranza

Texto: José Israel Carranza

La Ciudad es nuestra memoria y al habitarla vamos fijando, en determinadas configuraciones del paisaje, las señales decisivas de nosotros mismos. Conforme esas configuraciones se modifican o desaparecen, nos resulta más difícil saber quiénes hemos sido. Alguien habrá podido empezar a perder su rastro cuando demolieron el edificio de la Escuela de Música para erigir ahí el actual edificio de la UdeG; alguien más, cuando tumbaron la plaza de toros El Progreso, o el estadio en cuyo terreno se alzaría la (ahora) Vieja Central Camionera, o cuando la extraña nave espacial del Santuario de los Mártires aterrizó en el Cerro del Tesoro, o cuando borraron imbécilmente la Casa Aguilar, en Chapalita. Para mi madre, que por ahí llegó por primera vez a Guadalajara, la transformación de lo habitual en recuerdo (y los recuerdos tienden siempre a ser increíbles) comenzó cuando la estación del ferrocarril dejó de estar a espaldas de los templos de Aranzazú y San Francisco. Yo supe que mi ciudad ya había empezado a dejar de existir cuando pasé, el otro día, por la Glorieta Colón y vi que ya no estaba ahí el Vips.

Estas transformaciones, que podrán tener menos o más importancia para la vida de cada quien, se multiplican todos los días y por todos los rumbos de una ciudad abocada a ser diferente a un ritmo cada vez más acelerado. Pero ¿es así, la velocidad del cambio se ha incrementado, o más bien se trata de una ilusión en la que preferimos creer quienes vemos cómo Guadalajara se nos vuelve irreconocible conforme nuestra edad crece? Después de todo, históricamente los tapatíos hemos sido muy dados a la añoranza, y también reacios a la novedad: tal vez por eso nos sale tan bien dejar las cosas incompletas y abandonadas (los Arcos del Milenio, las Villas Panamericanas, la Línea 3 del Tren Ligero).

Lo cierto es que, con sólo asomarse a las fotografías que enmarcan estas líneas, se advierte cómo los tapatíos, y sobre todo los más jóvenes, están fabricando su memoria (sus vidas) de modos hasta hace poco insospechables. Cuentan, para empezar, con un skyline cuyas alturas hacen pensar en una ciudad ya decidida a ingresar al futuro -al margen de lo cuestionable que pueda ser la especulación inmobiliaria que hay en los cimientos de tantas torres-. También se mueven de otras maneras, y han descubierto que vivir en un pueblo bicicletero no es tan mala idea. Y así como hay muchas actividades cotidianas (comer, cortarse el pelo, trabajar en...

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